
No era fácil a los diez años de edad, dejar de creer en las historias que veía por la televisión. A finales de los 70, la televisión colombiana era en blanco y negro, vivíamos en Bogotá y mi papá, quien fuera el primer barranquillero en aparecer en canales nacionales, estaba muy bien relacionado con el medio artístico y periodístico en la capital colombiana. Así pues, mi rutina diaria incluía un capítulo de la telenovela de moda.
En aquella época las hermanas Mallarino protagonizaban “Mujercitas”, de Louisa May Alcott. La historia era una especie de serie de Netflix de la época, y por supuesto no me podía perder un capítulo, junto con mis hermanos.
Una de esas tardes mi padre nos vió llorando a raíz de algún episodio dramático. Recuerdo que nos insistía mucho en que era sólo una actuación y que quizás después de grabar la escena , las actrices y los actores se reían y seguían su vida. En fin, mi padre logró despertar en nosotros la curiosidad de saber qué pasaba detrás de cámaras y cómo lucía un estudio de grabación.
Su propuesta no se hizo esperar y salimos en la tarde decididos a descubrir el misterio de las telenovelas. Logramos entrar al estudio de grabación de Teatro Popular Caracol, otra especie de seriado de obras clásicas, y que desilusión cuando vimos lo que realmente había en una casa lujosa y aparentemente muy antigua.
La sala que se veía tan elegante, tenía una escalera que no se apoyaba en pared alguna, sino en un pedazo de cartón decorado con una biblioteca que era sólo un dibujo. Los árboles que se asomaban por la ventana eran ramas secas que estaban más muertas que otra cosa y la escena más dramática era interrumpida cada rato porque algún actor olvidaba su línea.
Esa vez conocimos a varias actrices de moda y nos dimos cuenta que se veían mucho mejor en la pantalla chica y que no eran tan altas como parecían. En otras palabras, pudimos comprobar que el mundo de la televisión era toda una fantasía y que los actores eran tan normales como mis hermanas y como yo.
A partir de ese momento sentí que las cámaras y los micrófonos tenían algo mágico; pero si llegabas a ellos tenías que estar muy consciente de la realidad y de quién eras. Las luces y el maquillaje podían disimular algún defecto, pero al salir de allí, los protagonistas eran tan humanos como cualquiera de nosotros.
Que bueno que mi padre nos mostró siempre a un ser real, alguien para el cual la familia y su amor por ella, era tan importantes que lo material quedó en un segundo plano. Después de cubrir un evento internacional o ganar un premio de periodismo, o quizás haber firmado un autógrafo, seguía comiendo mango verde con sal en la esquina o un jugo de níspero en la frutera más cercana.
Haber conocido lo que había detrás de cámaras, no me impidió seguir disfrutando de la novela “Mujercitas”; pero si me ayudó a no tragar entero. Tener acceso a la radio y a la televisión como Psicóloga y Periodista, no sólo me hace entender mi propia realidad, sino que no me deja olvidar que a través de los medios, se puede enseñar o engañar, informar o desinformar, y la decisión de creer o no, siempre será nuestra responsabilidad…